(¡Gracias, Meritxell!)
La evidencia científica demuestra que la clave para crear adultos resilientes es un apego sano y seguro durante la infancia y a medida que la neurociencia avanza se confirman las bases científicas para la comprensión de la infancia y la influencia del afecto y el apego en el desarrollo mental y emocional del bebé. Y es que, por raro que parezca, sólo hace unos 30 años que hemos empezado a valorar los beneficios a largo plazo del apego durante los primeros años de vida.
A medida que los padres establecen conductas de apego hacia su hijo, inician un diálogo organizado en que los dos miembros de la pareja mantienen un mismo estado emocional y adaptan su atención a las señales del otro. Al adaptar su cerebro a los ritmos del cerebro materno, el bebé acaba aprendiendo el arte de la autorregulación; en otras palabras, estas primeras experiencias permiten al bebé disfrutar de su yo emocional y controlarlo.
Se ha demostrado que durante los dos primeros años de vida la maduración del cerebro se controla a través de la interacción con el cuidador. Con esta relación íntima, de naturaleza sutil y oportuna en el tiempo, el cerebro del bebé se sintoniza literalmente con el de su cuidador para producir las hormonas y los neurotransmisores adecuados en la secuencia correcta; esta sintonía o modelaje determina la arquitectura cerebral de un modo permanente y poderoso (T.R.Verny, 2002).
Según Siegel, en los primeros años del desarrollo, más importante que la estimulación sensorial son los patrones de interacción entre el pequeño y la persona que lo cuida. La clave de un desarrollo saludable es la interacción interpersonal, y no la estimulación sensorial. Siegel destaca que el desarrollo del cerebro tiene lugar a lo largo de un periodo prolongado de tiempo, que excede con creces los primeros años del apego y los vínculos afectivos.
Aunque el cerebro sigue siendo maleable hasta la edad edulta, los patrones neuronales básicos (los circuitos del yo) se forjan en el crisol del vínculo afectivo antes de los 3 años. Las relaciones posteriores, incluidas las terapéuticas, pueden alterar los patrones si la persona se muestra muy motivada a experimentar un cambio. Pero aún así, son esas primeras relaciones las que establecen de manera más completa y persuasiva la esencia de nuestro ser (T.R.Verny, 2002).
Ninguno de los sistemas básicos para gestionar las emociones (el sistema de respuesta al estrés, la receptividad de los neurotransmisores, las vías neuronales que codifican la comprensión implícita del funcionamiento de las relaciones íntimas) está ya establecido en el momento de nacer, ni está desarrollado el córtex prefrontal, tan importante para el desarrollo. Estos sistemas se desarrollan rápidamente a lo largo de los dos primeros años de vida, construyendo la base de nuestro funcionamiento emocional a lo largo de la vida.
Las investigaciones actuales apuntan en la dirección de que todos estos sistemas biológicos que intervienen en el manejo de nuestra vida emocional están sujetos a la influencia social y, especialmente, a las influencias que tienen lugar en el período en que estos sistemas se desarrollan más rápidamente, y se desarrollarán mejor o peor dependiendo de la naturaleza de estas primeras experiencias (S.Gerhardt, 2004).
Un apego sano evoca sentimientos de pertenencia a una relación donde el niño se siente aceptado y en confianza. Los padres, por quienes el niño siente un apego seguro, son interiorizados como fuente de seguridad. A partir de aquí el niño podrá sentir placer por explorar su entorno, construyendo poco a poco su propia red psico-socio-afectiva.
El apego es, por lo tanto, fundamental para el establecimiento de la seguridad de base: a partir de ella el niño llegará a ser una persona capaz de vincularse y aprender en relación con los demás. La calidad del apego también influirá en la vida futura del niño en aspectos tan fundamentales como el desarrollo de su empatía, la modulación de sus impulsos, deseos y pulsiones, la construcción de un sentimiento de pertenencia y el desarrollo de sus capacidades de dar y de recibir. Un apego sano y seguro permitirá además la formación de una conciencia ética y el desarrollo de recursos para manejar situaciones emocionalmente difíciles y dolorosas, así como experiencias traumáticas (Barudy y Dantagnan, 2005).
Meritxell Sánchez Costa
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