Por favor, deja un comentario a Miren en agradecimiento por haber compartido su historia con nosotras.
Queda prohibida toda copia y reproducción.
Me llamo Miren y voy a contar el parto de
Nahia, mi primera y de momento, única hija, del que guardo un recuerdo
maravilloso y que me ha cambiado para siempre.
Lleida, 18 de enero de 2011.
Estoy pasada de cuentas y enorme. No encuentro
postura para pasar los días y no noto ningún indicio de parto. Estoy entre
impaciente, incrédula y cabreada, porque todo el mundo me pregunta si ya he
parido.
Paseo un montón y veo series para hacer más
llevadera la rutina. A las cuatro tengo revisión rutinaria, al salir del coche
noto un pinchazo, después me di cuenta de que era una contracción, pero en ese
momento me pareció otro de los pinchazos que me daban en la vagina, del peso
que ya tenía.
El tocólogo me pesa, me mira la tensión y los
latidos y todo perfecto. Me da cita la semana siguiente para monitores ya en el
hospital. Me envía a casa.
Comemos, como cada día y después de fregar y
recoger nos ponemos a ver una serie. Y todo comienza. Con emoción empiezo a
notar los pinchazos, que se repiten. A pesar de mi incredulidad, sé que ha
empezado.
Mi marido coge el móvil y lo pone en modo
cronómetro para empezar a contar. Estoy muy emocionada, son las seis y media de
la tarde y el asunto va a marchas aceleradas. A las siete y media, intento
hacer una infusión, contamos contracciones cada cinco minutos y tengo la boca
seca, pero como no he roto aguas, pienso que va para rato. Estoy un poco
nerviosa de la emoción y decidimos llamar a mi hermana, que ha parido hace tres
meses.
Nos coge el teléfono en la calle y después de
escuchar a mi marido explicar los síntomas nos dice que vayamos al hospital que
eso ya está. Se pone a llorar y cuelga.
Yo emocionada perdida me voy a buscar bragas
grandes para meter en la maleta del hospital.
El viaje en el coche, de diez minutos, se me
hace insoportable, no puedo estar sentada y empujo con los pies para elevar el
culo, las contracciones son ya fuertes. Aparcamos y el camino hasta el hospital
se me hace eterno. En cada contracción me paro y me inclino a respirar. Pero
sonrío.
En el Arnau de Vilanova, nos hacen los
papeles, entro y sonrío a una mujer mientras espero. Mi marido espera fuera.
Una ginecóloga me pregunta que qué me pasa y le digo que tengo contracciones.
Me desnudo, me mira y me dice, vístete, estás de parto, estás de 7 centímetros, pasas
a dilatación.
Dilatación son unos boxes separados por
cortinas, allí me espera mi marido. Son las nueve y media de la noche. Mis
recuerdos empiezan a mezclarse, ya no tengo mucha conciencia del tiempo y del
espacio.
La comadrona me dice que si quiero epidural,
que lo decida, porque después ya no habrá ocasión. Yo me encuentro bien y le
digo que no la quiero.
Me ponen la vía y un cinturón que mide latidos
y contracciones, me informan de que puedo pasear y me traen una pelota de
dilatación. Yo no la había probado, pero me ayuda muchísimo a relajarme entre
contracciones. Las contracciones las paso de pie, inclinada sobre la cama.
Mi marido me anima sin cesar, yo llevo la bata
de hospital y mis calcetines. Se ve que me hago caca varias veces, pero no me
entero, mi marido, como si fuese una doula, me lo recoge sin que me entere.
Creo que son las diez y media de la noche,
cuando viene la matrona y me explora, me dice que estoy de 9 centímetros, que el
bebé parece grande y que me va a romper las aguas. Yo le digo que vale, no
tengo ganas de hablar nada y hablo bajito. (meses después me enteré de que no
es necesario romper la bolsa a no ser que haya algún tipo de riesgo y haya
prisa).
Las contracciones son muy fuertes y yo empujo
por sugerencia de la matrona. Empiezo a estar cansada y un poco desorientada.
Mi marido sigue animándome sin parar, ayudándome. Gruño como los deportistas de
alterofília empujando, pero a veces no puedo más y respiro las contracciones.
No sé cuánto tiempo pasa, vuelve la matrona y
creo que me dice que estoy en completa, que nos vamos a paritorio, pero que me
tienen que hacer episiotomía y que me pondrán anestesia local.
Yo siento una gran decepción y me siento
fracasada, pero digo que vale, estoy muy metida en mi y en mi hija y sólo
quiero seguir adelante.
No recuerdo cómo me llevan al paritorio, me
explican que al haber salido las aguas algo teñidas, vendrá la pediatra y al
sacar a mi hija, aspirarán las vías. Digo que vale y llega mi marido, que entra
por otra puerta.
Al potro. Me dicen que me agarre a unas barras
que hay y que empuje cuando note las contracciones. Noto el pinchazo de la
anestesia local y sigo a lo mío. Mi marido me abraza por los hombros y me
anima.
Se me hace eterno, empujo con todas mis
fuerzas y sólo puedo decir que no sé hacerlo mejor, que no puedo. Ellas me
dicen que sí que puedo.
A parte de la matrona que me ayuda, que se
llama Sonia, hay otras tres o cuatro, que nos echan una bronca por no avisar de
que es un bebé grande para haber hecho cesárea de urgencia. Mi marido,
indignado, dice que no lo sabíamos. Yo
escucho todo, pero no hago ni caso, todo me importa un bledo, sólo noto como
que exploto por dentro, como si me empujaran desde dentro.
Una mujer me pone el brazo bajo el pecho, para
que no suba otra vez mi peque. (posteriormente me entero de que es una maniobra
que se llama kristeller y que está desaconsejada porque es muy perjudicial para
el bebé y para la madre). No hace presión, no puede, porque yo me incorporo y
empujo, así que quita la mano.
Me dicen que la mire. Yo no puedo porque
cierro los ojos para hacer fuerza, pero hago un esfuerzo y miro. Veo su
coronilla o una parte de su cabeza, no sé muy bien. Me invade alegría y más
fuerza, pregunto si sigue la contracción, aunque sé que sí, reuno fuerza y
empujo.
Ya está mi niña fuera, las escucho decir que
es preciosa, cortan el cordón y a mi lado la pediatra le hace la aspiración. Mi
marido, que no había escuchado la explicación, está blanco y me mira asustado,
pero pronto Nahia empieza a llorar, me la ponen encima y la veo tan preciosa
que sólo acierto a decir “de dónde has salido tú”. No está roja ni tiene
manchitas, ni nada, como si no hubieramos hecho esfuerzo. Se hace caca encima
de mi, nos limpian y me la vuelven a dar.
Me cambio yo misma a la cama en la que me
llevan a observación, sin despegarme de mi hija ya para nada. No utilicé la
cuna esa que dan en ningún momento. Nació a las 2 y 20 de la madrugada, pesó 4,
450 y midió 55
centímetros.
La sensación de felicidad y colocón me duró
muchísimos días. Aunque no tuve mucho apoyo del personal, nosotros tres
estábamos tan contentos de estar juntos, teníamos tantas ganas de que todo
fuese bien, que mi recuerdo es fantástico, una sensación que me ha cambiado
para siempre. Mi hija supo hacerlo increíblemente bien, ya la quería antes de
que saliera, pero cuando la vi, invadió una sensación increíble de paz,
felicidad y admiración.
Gracias, Miren, por ceder y compartir con nosotras algo tan tuyo. Un abrazo.
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2 comentarios:
Por eso yo no pariré en un hospital, me niego a que hagan lo que les dé la gana con mi parto.
¡Uff! Qué experiencia tan bien detallad ay bien explicada. Me ha resultado muy gráfica para entender a qué me voy a enfrentar dentro de unos meses.
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¡Hola! Gracias por leer mi blog, pero lamento comunicarte que no lo sigo actualizando.
Durante casi diez años dediqué parte de mi vida a este tema de muy diferentes formas, y con la llegada de mi tercer hijo, llegó el momento de pasar página. No obstante, si lo deseas puedes dejar un comentario. Siempre que no sea ofensivo ni spam se publicará una vez supervisado, y si puedo contestarlo, lo contestaré.
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