Tener hermanos no es garantía de que los lazos de amor y
proximidad emocional se instalen. Tampoco es determinante si tenemos
mucha o poca diferencia de edad, ser del mismo sexo o haber compartido
habitación durante la niñez. La hermandad depende de la capacidad de
nuestros padres de atender nuestras necesidades individuales sin
rotularnos, es decir, sin encerrarnos a cada hijo en un personaje
determinado.
Para comprender esto, tenemos que ser capaces de abordar el complejo
tema de la polaridad. Este es un mecanismo mediante el cual los seres
humanos podemos alcanzar el discernimiento. Comprendemos que algo es
grande en relación a lo pequeño. Que algo es blando en relación a lo
duro. O que algo es femenino en relación a lo masculino. En las
relaciones humanas ocurre lo mismo: “proyectamos” lo que creemos, lo que
suponemos o lo que nos trae alivio. Esa “proyección” es “polar”, es
decir, reconocemos algo “bueno” respecto a lo “malo”. Este sistema
inconsciente ubica nuestras experiencias en algún “estante” conocido de
nuestro armario emocional, pero no refleja necesariamente la realidad.
Dicho esto, pensemos en el nacimiento de un segundo hijo. Ya desde
la sala de parto diremos: “Nahuel es tranquilo, a diferencia de Fernando
que era movedizo”, o bien: “Catalina sólo quiere dormir, en cambio
Nicolás se pasaba despierto todo el día”. Al proyectar “polarmente”, ya
estamos imponiendo un “personaje” que el niño luego se verá obligado a
asumir. De ese modo, cuando un niño cree que según sus padres es
inteligente, o responsable o distraído o agresivo o terrible, intentará
asumir ese papel a la perfección. Hará lo posible para ser el más
terrible de todos o el más valiente de todos para ser querido. Ahora
bien, si el niño no se siente suficientemente amado, creerá que su
hermano -opuesto- sí lo es. Esto demuestra que el niño no está
recibiendo la calidad de confort, mirada, presencia o disponibilidad
materna o paterna que necesita. Cegado por su desesperada necesidad de
sentirse protegido y amparado por los adultos, hambriento de amor y de
caricias, pretenderá “robar” a sus hermanos, pequeñas porciones de
afecto. Claro, los hermanos -tan carentes como él- tendrán las mismas
vivencias. ¿Cómo lo sabemos? Porque se llevan “como perro y gato”. ¿Cómo
continúan estas historias? En principio los castigamos, o al revés, no
otorgamos ninguna importancia a las “peleas de niños”. En ambos casos se
quedan solos y deseosos de obtener mirada. Luego, en la medida que
crecen y adquieren autonomía, registran la distancia instalada, aún
siendo hermanos y habiendo atravesado la infancia juntos. Durante la
juventud ya son extraños. La vida sigue. En el mejor de los casos luego
toleran algún vínculo formal o social entre ellos, aunque en otros casos
se habrán enemistado para siempre. Esos niños, hoyAñada un evento para
hoy somos nosotros.
Entonces ahora, ¿qué podemos hacer con nuestros hijos, si
pretendemos que mantengan relaciones afectuosas entre hermanos? Pues
será menester escuchar y comprender a cada hijo en su especificidad de
niño pequeño. No sacar conclusiones precipitadas sobre sus virtudes o
defectos ni compararlos entre ellos. Intentar satisfacer en la medida de
nuestras posibilidades, todo aquello que los niños demandan. Y sobre
todo, traducir con palabras sencillas lo que hemos comprendido acerca de
ellos, compartiendo esos pensamientos con el resto de nuestros hijos.
Sólo entonces cada niño podrá amar a sus hermanos, porque los ha
comprendido.
Laura Gutman
Nota: Éste es un blog informativo, no un blog médico, por lo que las respuestas recibidas han de ser consideradas opiniones.
Es tan cierto!! Yo lo viví de esa manera con mis hermanos. Ahora, qué difícil que es cambiar y hacerlo distinto con nuestros hijos!!
ResponderEliminarEs importante intentarlo, Monica.
ResponderEliminarMira, leete esto, que puede serte util tambien:
http://www.abc.es/familia/20130102/abci-peligro-efecto-pigmalion-201212231910.html