Los niños creen en los padres. Cuando les decimos una y otra vez
que son encantadores, que son los príncipes o princesas de la casa, que
son guapos, listos, inteligentes y divertidos, se convierten en eso que
nosotros decimos que son. Por el contrario, cuando les decimos que son
tontos, mentirosos, malos, egoístas o distraídos, obviamente, responden a
los mandatos y actúan como tales. Aquello que los padres -o quienes nos
ocupamos de criar- decimos, se constituye en lo más sólido de la
identidad del niño.
Los niños no tienen más virtudes unos que otros. Ahora bien, el niño
no suficientemente mirado, mimado, apalabrado y tomado en cuenta por
sus padres, dará mayor crédito a sus discapacidades. Y sufrirá. En
cambio el niño mirado y admirado por sus padres, amado a través de los
actos cariñosos cotidianos, contará con una seguridad en sí mismo que le
permitirá erigirse sobre sus mejores virtudes y al mismo tiempo reírse
de sus dificultades.
Si nos damos cuenta que nuestros hijos sufren, si tienen la auto
estima baja, si tienen vergüenza, si se creen malos deportistas, malos
alumnos, o que no están a la altura de las circunstancias, si les cuesta
hablar, relacionarse, jugar con otros, si suponen que son lentos, o si
son víctimas de las burlas de sus compañeros; nos corresponde accionar a
favor de ellos, ya mismo. Lo peor que podríamos hacer es exigirles que
asuman solos sus problemas.
Podemos nombrar aquellas virtudes, recursos o habilidades que el
niño sí dispone como individuo. Por ejemplo, que es un niño que siempre
dice la verdad. Que nunca traicionaría a un amigo. Que es incapaz de
lastimar a otro. Que observa y comprende a los que sufren. Que es
generoso y tolerante. Decirles a los niños que son hermosos, amados,
bienvenidos, adorados, nobles, bellos, que son la luz de nuestros ojos y
la alegría de nuestro corazón; genera hijos seguros, felices y bien
dispuestos. Es posible que las palabras bonitas no aparezcan en nuestro
vocabulario, porque jamás las hemos escuchado en nuestra infancia. En
ese caso, nos toca aprenderlas. Si hacemos ese trabajo ahora, nuestros
hijos -al devenir padres- no tendrán que asumir esta lección. Porque
surgirán de sus entrañas con total naturalidad, las palabras más bellas y
las frases más gratificantes hacia sus hijos. Y esas cadenas de
palabras amorosas se perpetuarán por generaciones y generaciones, sin
que nuestros nietos y bisnietos reparen en ellas, porque harán parte de
su genuina manera de ser. Pensemos que es una inversión a futuro con
riesgo cero. De ahora en más… ¡sólo palabras de amor para nuestros
hijos! Gritemos al viento que los amamos hasta el cielo. Y más alto aún.
Y más y más.
Extracto del libro “Mujeres visibles, madres invisibles” de Laura Gutman
Nota: Éste es un blog informativo, no un blog médico, por lo que las respuestas recibidas han de ser consideradas opiniones.
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